Mi debut en el maratón de Valencia
A. de Fontcuberta Fernández-Fontecha
A pesar de que el despertador estaba programado para sonar a las seis y media, amanecí a las seis. Supongo que me despertaron los nervios. Me había llevado el desayuno desde Madrid para asegurarme de que nada me sentase mal: agua, té verde, un sandwich de pavo, galletas básicas y una manzana.
Me di un baño, leí el periódico en Internet y también busqué en Twitter #MaratónValencia para tantear el ambiente. Después de cuatro meses de entrenamiento solitario, hoy era el día. Salí a la terraza de la habitación para “palpar” el tiempo y saber así cómo vestirme: cortavientos, camiseta térmica, chubasquero… Nada de eso, el cielo estaba despejado y la temperatura no bajaba de ocho grados.

Después de equiparme –geles de glucosa, barrita, mp3, pulsómetro y reloj GPS–, me vendé las rodillas y bajé a recepción. Allí ya pululaban varios corredores nacionales y extranjeros. La salida del maratón, en el puente de Monteolivete junto al Palacio de las Artes, estaba a diez minutos a pie del hotel, así que poco antes de las ocho ya estaba en la zona. Después de las fotos de rigor y de dejar el bolso en el guardarropa, me quedaba media hora larga hasta el pistoletazo de salida. Y me dediqué a observar. Camisetas variopintas, novatos, veteranos, Fisiocrem, olor a menta, geles, barritas de cereales, plátanos, risas, temores, nervios y vaselina, mucha vaselina.
Me dirigí al box de salida correspondiente a mi tiempo estimado; era consciente de que me esperaba un mínimo de cinco horas corriendo sin parar. En los entrenamientos alcancé los 30 kilómetros y me quise convencer de que 12 kilómetros más no supondrían ningún problema. Según mi hermano la adrenalina me ayudaría.
A las nueve en punto empezó la carrera, pero no pasé por el arco de salida hasta las 09:07:37. Puse mi cronómetro en marcha y recordé que, como me advirtió un triatleta del gimnasio, debía estar atenta al ritmo para no permitirme superar los seis minutos por kilómetro.
Pensaba en la suerte que habíamos tenido con el tiempo. Según las previsiones, la lluvia iba a caer tan intensamente que igual acabábamos el maratón nadando. Sin embargo, el sol lucía con fuerza y los termómetros llegaron a marcar diecinueve grados. Menos mal que prescindí de la camiseta térmica.

Ni siquiera había llegado al kilómetro 2 cuando noté molestias en la cadera derecha, en la cabeza del fémur. No le di importancia; seguro que el dolor pasaría al entrar en calor, pero fue a más. Entonces lamenté no haberme preocupado antes ya que llevaba un mes con esa aflicción latente.
Había salido por detrás de los prácticos de las cinco horas, pero en el kilómetro cinco ya estaba un poco por delante de los guías de las cuatro horas y media. “No te confíes, dosifica…”. Pero miré el reloj y más o menos mantenía el ritmo recomendado, 05:40. Así que continué igual porque era consciente de que mi debilidad está en el desgaste muscular y no en el fondo. Por tanto, cuanto menos tiempo corriendo, mejor.
Los negros son de otro planeta. Cuando mi grupo alcanzó el kilómetro ocho, vimos que unos nueve o diez de ellos estaban a punto de llegar al kilómetro 19.
En el kilómetro 15 hice la primera ingesta sólida y, sin parar de correr, me tomé una barrita que acompañé de agua del puesto de avituallamiento. El dolor de la cadera era cada vez más agudo y me quedaba un largo camino hasta la meta. “No puedo seguir. No pienso parar. ¿Qué hago?”. Así que decidí gritar “por favor, Réflex” cada vez que pasaba por delante de una ambulancia. Entonces, cada cinco kilómetros el personal sanitario corría unos metros a mi lado para rociarme de anestesiante. Ello no acabó con la molestia, pero mentalmente me ayudó. De no ser por esa aflicción, hasta el kilómetro 30 habría ido cómoda.
Acostumbrada a entrenar en Madrid, estaba alucinada con la llanura de Valencia. Qué gozada. Ya había pasado por el Edificio del Reloj, la playa de las Arenas, el Campus Universitario y el estadio de Mestalla. Pero todavía quedaba la mitad. Me impresionó el hecho de que los corredores parasen a “miccionar”, y varias veces. Luego chocaban sus manos con las de la gente que animaba, ¡arg!
En el kilómetro 25 me tomé un PowerGel de lima limón para recuperar glucosa, ¡qué guarrada! Qué densidad, es peor que el flúor del dentista. Para quitarme el sabor no quise beber más de una botella de agua por temor a necesitar un cuarto de baño. ¡¡¡No parar hasta conquistar!!! Y “conquisté” la catedral, el Ayuntamiento, las Torres de Quart, la Dama de Elche, el Parque de Cabecera, el Parque del Oeste, la Estación del Norte, la Plaza de Toros y la Puerta del Mar.
Se dice que en el kilómetro 30 empieza el maratón y aparece el “muro”. Me repetía a mí misma que no existe ese muro. Es cansancio y se puede con él. A partir de esa distancia los ánimos caen y la gente también. Ya no se habla. Los grupos se separan porque algunos no consiguen mantener el ritmo propuesto. Los corredores dejan de correr y continúan andando, o se detienen y se retiran. Los dolores musculares rompen objetivos y las vomitonas florecen. Menudo panorama.